Cuando algún colega nos deriva un paciente lo habitual es que se ponga en contacto contigo para decirte, además de lo que ya ha hecho que no ha funcionado, qué le pasa a su cliente: si es un cliente obsesivo, si es un ansioso o agorafóbico, si es un paciente que lleva años con depresión o si es un paciente más difícil, diagnosticado con TLP desde la adolescencia. Otras veces los clientes llegan después de un ingreso hospitalario o de una visita al psiquiatra, con un informe en el que se detalla su diagnóstico, con sus respectivos códigos y alguna que otra descripción de lo que se hizo entonces y de la pauta, en general farmacológica, que se le ha prescrito. También en supervisiones, es frecuente que los terapeutas describan sus casos comenzando con alguna etiqueta diagnóstica. Es lo habitual, y al parecer permite situar a los oyentes en algún tipo de escenario…
A mi no me hace falta una etiqueta diagnóstica para conocer a una persona y poder planificar el proceso clínico.
Los terapeutas contextuales no nos guiamos por las descripciones formales, ni nos resultan útiles las descripciones que tradicionalmente ha empleado la psicología clínica para describir los problemas de las personas y que provienen del modelo médico de salud y enfermedad.
Los terapeutas contextuales contamos con un modelo transdiagnóstico, dimensional a lo largo del cual todas las personas nos movemos, los sanos y los llamados trastornos mentales. Un modelo que se basa en una serie de principios que explican de modo global cómo es que las personas nos atascamos, nos autolimitamos, nos perdemos y sufrimos ante ciertas situaciones. Y cómo en condiciones semejantes, otras personas en cambio crecen, avanzan, y desarrollan al máximo su repertorio adaptativo.
Se trata de la dimensión de la flexibilidad psicológica, nutrida por una serie de proceso aprendidos que contribuirán a su desarrollo, o por el contrario contribuirán a la inflexibilidad psicológica.
Para valorar esta dimensión basta con centrarse en la experiencia de la persona, conocer y profundizar en su historia y en las circunstancias, que son las que darán cuenta del modo particular de reaccionar ante lo que le ocurre en su vida. Por eso, yo no necesito una etiqueta diagnóstica; es más, cuando ocurre que un paciente viene con ella, en un informe, o cuando el paciente se describe como “depresivo” , o cuando un terapeuta me cuenta que está viendo a su paciente con una psicosis de este u otro tipo, estas palabras me dicen poco sobre lo que ocurre o el modo de ayudar al otro a avanzar … Peor todavía cuando la etiqueta me dice demasiadas cosas. Ahí me preocupo, ya que noto que comienzan a activarse mis creencias, mis expectativas, lo que se dice y lo leído que conforma esa etiqueta. Y cuando esto ocurre, los terapeutas estamos en peores condiciones de acercarnos con una mirada clara, abierta y flexible a la persona que tenemos delante y a su experiencia; y corremos el riesgo de mirar a la persona a través de la etiqueta y no escuchar lo que la persona necesita.
Es igual que si para conocer a una persona que nos interesa, para entablar una relación con alguien y conectar verdaderamente, le pidiéramos simplemente su tarjeta de visita, como si en esas cuatro señas de identidad ahí plasmadas, se pudiera condensar algo de la esencia de la persona que tenemos delante. En cambio, si se trata de construir una relación de verdad, seguramente nos detendríamos a conversar con esa persona, querríamos conocer cómo es su vida, cómo ha sido, las cosas que le mueven, qué le hace reír y qué le provoca el llanto…
Por eso para los terapeutas contextuales es crucial volver a la vida de los clientes, conocer sus condiciones vitales, sus anhelos más profundos, sus experiencias y cómo ha aprendido a lidiar con las cosas de la vida. En base a este conocimiento, planificaremos el proceso de ayuda.