Es común pensar en terapia que para profundizar con un paciente hace falta tiempo.
Tiempo que desde luego no tenemos si trabajamos en la sanidad pública, porque es bien conocido la carga asistencial que han de soportar nuestros colegas en ese ámbito. Esa carga hace que las sesiones sean cada vez más breves, no más de 30 minutos y con una frecuencia mensual, incluso.
Los que trabajamos en el ámbito privado muchas veces podemos estirar el tiempo. Somos unos privilegiados cuando nuestros pacientes van decididos a invertir tiempo en “profundizar en sus vidas”, dedicarse ahondar en el autoconocimiento para alcanzar una mayor satisfacción consigo mismo. Sin embargo, ¿para qué tanto tiempo? Es frecuente encontrarse con procesos en los que se han invertido sesiones y sesiones y no ocurren cambios importantes, procesos en los que se vuelve siempre al mismo lugar, conversaciones repetidas, interacciones mustias, relatos sin emoción….
¿Pero quién tiene tiempo hoy? Otras veces ocurre que nuestros clientes buscan opciones rápidas, les da miedo comenzar una terapia en la idea que será para toda la vida o que necesitarán horas y horas para comprender y poder mejorar. La opción más fácil y directa son los psicofármacos. Últimamente y debido a cuestiones prácticas y económicas, cada vez más las personas buscan soluciones rápidas, intervenciones útiles, y cuando no las ofrecemos, los clientes terminan abandonando las consultas prematuramente.
Pero ¿es el tiempo la variable más importante? ¿Gracias al tiempo los terapeutas podemos profundizar? ¿Cuánto tiempo necesitamos para tocar el corazón de nuestros pacientes?
En mi experiencia clínica no es el tiempo el que da profundidad a la terapia.La profundidad viene dada por mantener con los clientes, desde el primer momento, conversaciones sobre su vida. Conocer e interesarse por los escenarios en los que transcurre su día a día; preguntar, para poder imaginarnos, las situaciones que atraviesan a diario, las cualidades de sus interacciones personales, adentrarnos en las cosas que les emocionan, lo que les duele, les gusta…
Lo que le da profundidad a la terapia es que seamos capaces de adentrarnos en los propósitos más valiosos de las personas, en conocer sus desvelos y alegrías.
Profundizar pasa por asumir que la clave del cambio está en lo que es importante para las personas, asumir que todos los seres humanos compartimos una serie de anhelos, de deseos y que cuando nuestros pacientes consultan lo hacen porque hay un desequilibrio entre estos anhelos, sus valores, la vida con sentido que desean tener, y las soluciones lógicas que su mente les propone.
Por eso dar profundidad a la terapia supone abrir el entramado de lo que desean, de lo que verdaderamente los mueve, entrar en lo que les emociona, desde esta dimensión, los valores, es desde donde se activa el cambio rápido. Ir más allá de los síntomas, ir a las cosas que no están haciendo, a la vida que se están perdiendo por estar enredados en evitar el sufrimiento, es lo que movilizará el cambio rápido.
No necesitamos tiempo para descubrir con nuestros pacientes sus anhelos personales, no tenemos tiempo para hacerlo en estos momentos, tenemos que ir allí desde la primera sesión, poner allí el foco en cada sesión, en lugar de gastar tiempo en describir, enumerar y agrupar los síntomas que le traen a la terapia.
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